“Los analistas llamamos duelo a ese estado en el cual una persona entra cuando pierde algo que era importante para ella. La pérdida en cuestión puede ser la de una persona, un objeto, una situación determinada o ¿por qué no? la de un sueño“, nos explica el Licenciado Gabriel Rolón como introducción a esta columna. Y continúa:
Nuestra psiquis funciona intentando sostener un equilibrio, una homeostasis, que le es indispensable si no quiere enfermar. Y las cosas que están en nuestra vida (pareja, padres, estudio, proyectos, etc.) forman parte de ese equilibrio logrado. Por eso cuando perdemos alguna de estas cosas nuestra psiquis se desbalancea, pierde esa homeostasis y se nos impone, entonces, el esfuerzo de volver a lograr un nuevo equilibrio que contemple la ausencia de lo perdido. Esto se logra después de un cierto tiempo y de un gran trabajo. A este trabajo lo llamamos, justamente, “Trabajo de duelo”.
El duelo es, entonces, el esfuerzo que debemos realizar para restaurar una estabilidad que se ha perdido a partir de la desaparición de algo o alguien importante para nuestra vida.
Los hilos del recuerdo
Cada uno de nosotros establecemos con las personas o cosas que amamos una relación fuerte que implica lo que los analistas llamamos una “libidinización del objeto”. Eso quiere decir que nos vamos uniendo a estos objetos por lazos de afecto que se acrecientan a partir de las experiencias, los momentos de placer o los proyectos compartidos. Como si, permanentemente, nos atáramos a ellos con hilos invisibles. Pues bien, el trabajo de duelo consiste entonces en desanudar cada uno de esos hilos y romper esos lazos que se fueron armando con el tiempo.
Aclaro que la utilización de la palabra “objeto” es puramente teórica y que, por supuesto, este término alude también a personas o situaciones determinadas.
Todos hemos escuchado a alguien decir que está pasando por un momento de duelo, pero es necesario aclarar que el duelo, lejos de lo que algunos piensan, no es efecto de que la persona amada ya no está más con nosotros, sino que, por el contrario, es consecuencia de que esa persona no deja de estar, no se va de nuestro pensamiento ni de nuestra emoción. Su imagen es omnipresente y no nos abandona nunca. Pero lo que sí se ha perdido es el sostén externo, es la presencia en el mundo real de ese objeto que, desde adentro, no deja de habitarnos.
Mundos paralelos
Para el ser humano, la realidad siempre está escindida, dividida en dos: Lo que podríamos llamar la Realidad Real y la Realidad Psíquica, siendo esta última, para los analistas, la más importante de las dos, ya que es con la cual trabajamos en cada una de nuestras sesiones.
Una situación de pérdida hace que estas dos realidades entren fuertemente en conflicto, porque la realidad Real demuestra que el amado ya no está mientras que la realidad Psíquica, como dijimos, sostiene su presencia de un modo permanente.
El sujeto se ve entonces ante el desafío de tomar partido por una de las dos y esta decisión será condicionada por el mayor o menor grado de fortaleza de su aparato psíquico.
Hay estructuras psíquicas que no pueden soportar la pérdida y, entonces, rechazan la realidad Real y se refugian en un mundo interno en el cual la pérdida no ha ocurrido. La realidad Psíquica ha ganado la batalla trayendo dos consecuencias: la primera, ventajosa sólo en apariencia, es que la persona no siente el dolor de la pérdida porque en su mundo particular no ha perdido nada, la segunda es que el precio para que esto sea así es la ruptura con el mundo real. El sujeto debe llenar los huecos que la expulsión de la realidad ha dejado y tiende a llenarlo con otras formaciones psíquicas. Aparecen así, por ejemplo, las alucinaciones o los delirios.
Para no admitir que alguien ha muerto, entonces, se desarrolla el delirio de que esta persona se encuentra de viaje o se alucina su presencia y se lo ve o se conversa con él.
Muchas veces hemos escuchado decir que a determinada persona se le murió un hijo o lo dejó la mujer y “se volvió loco”. Esto supone que, ante una pérdida que no supo o no pudo manejar, se refugió en la locura para escapar del dolor.
Hay que decir, citando a un gran analista, que loco no se vuelve el que quiere sino el que puede. Es decir que hay que tener determinadas condiciones estructurales para desarrollar una locura. Y estas condiciones ya están desde muy temprano en la vida de una persona. No es cierto que alguien “se ha vuelto loco de repente”, lo que suele ocurrir en esos casos es que jamás su estabilidad psicológica había sido puesta a prueba y, por eso, mostraba un equilibrio que era en realidad precario y lábil.
El momento de la pérdida actúa, entonces, como un mazazo que conmueve a la estructura. Si la misma es sólida, resiste a pesar de verse conmovida por el golpe. Si, por el contrario, es una estructura débil (debilidad existente desde el momento mismo de poner los cimientos) no soportará el golpe y caerá. Estas personas no pasan por el estado de duelo porque, repito, no experimentan pérdida alguna.
Pero en la mayoría de los casos, por suerte, no es la locura la que nos defiende del dolor sino el dolor el que nos defiende de la locura.
Así, en esta puja entre la realidad Real y la realidad Psíquica, se toma partido por la primera y el dolor surge entonces del registro de la crisis, del desequilibrio que se ha producido en nuestro interior a partir de la muerte de alguien o algo querido.
Aclaro también que, cuando hablo de muerte, no me refiero exclusivamente a la muerte física, sino al término de una situación tal y cual estaba anteriormente. Así, un divorcio implica la muerte de un proyecto de pareja, un fracaso estudiantil la muerte de un sueño o un despido laboral la muerte de un estado de seguridad económica. Hecha esta necesaria aclaración, volvamos a nuestro tema.
El sujeto enfrentado a la situación de haber perdido en la realidad lo que no deja de estar en su interior, debe atravesar un doloroso recorrido hasta poder resolver este conflicto. Ése es el trabajo de duelo.
Ahora bien ¿cuánto dura el duelo? Esta es una pregunta que me han hecho muchas veces.
Durante mucho tiempo se pensó en un período determinado para un duelo “normal”, después del cual el duelo se volvería patológico. Pero me permito una pregunta: ¿Quién tiene el derecho de decirle a alguien hasta cuándo debe dolerle una pérdida? ¿Puede alguien acusar a un padre o una madre de estar enfermos porque aún después de muchos años siguen llorando la pérdida de un hijo?
La melancolía
Personalmente creo que cada persona tiene tiempos propios que dependen de sus características personales y del estilo del vínculo que se tenía con lo perdido.
Ahora bien, esto no quiere decir que no exista un duelo patológico. Aquello que comúnmente llamamos estado de melancolía.
En esta enfermedad, el sujeto ha quedado capturado por la pérdida y no puede reanudar su vida. Esa pérdida lo envuelve, lo recorre y lo ensombrece. Según palabras de Sigmund Freud: La sombra del objeto ha caído sobre el Yo.
El melancólico se encuentra en un estado en el cual todo carece de sentido y no puede volver a amar su vida, porque la vida se le ha ido con aquello que ha perdido.
Recuerdo una hermosa película basada en una novela de Robert James Waller y protagonizada por Meryl Streep y Clint Eastwood cuyo nombre es “Los puentes de Madison”. Es una conmovedora historia de amor, muy bella para ver en el cine, pero siniestra para ser vivida. Porque esta película cuenta la vida de una mujer que vio a un hombre cuatro o cinco días y lo lloró durante cuarenta años, soñando únicamente con el momento en el cual sus cenizas se reencontraran con el objeto de su amor.
Eso es lo que llamamos un estado de melancolía. Haber quedado tan pegada al otro que ya no se puede volver a armar una vida en su ausencia.
Pero ¿No es una incoherencia sostener por un lado que una persona tiene derecho a sufrir todo el tiempo que necesite por una pérdida y, al mismo tiempo, que no poder superar la pérdida lleva a un estado melancólico y patológico?
Parecería que sí.
Sin embargo hay una diferencia fundamental entre ambas posturas. Porque el dolor no tiene por qué suspender la vida. Es más, ése es el desafío que plantea el duelo. El de no negar la realidad y asumir la pérdida y, por sobre todas las cosas, el desafío de aprender a vivir a pesar de haber perdido personas o cosas importantes, de seguir proyectando a pesar del dolor y la tristeza y encontrar, en medio de esto, una vida digna y disfrutable.
Fuente: Lic. Gabriel Rolón, para revista Psicología Positiva +.
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